Publicado por FronteraD (19/02/2021)
Paseando por Dublín, me detuve ante una escultura que rememora la gran hambruna irlandesa o An Gorta Mór, de 1845 a 1849. En ese momento, caí en la cuenta de la relevancia de los lugares de memoria pública, siempre que vengan acompañados de una explicación. Mis compañeros y amigos irlandeses me informaron de que la sociedad isleña es consciente de lo que aquella hambruna supuso: emigración y muerte. Al contrario que en España, en Irlanda, en las escuelas se enseña este hecho para contextualizar la importancia que el inconsciente colectivo irlandés le otorga, posteriormente, a la comida de cada día. En nuestro país, los recuerdos físicamente palpables no van imbuidos de un cariz pedagógico, por lo que es normal que no perduren en el tiempo. No tenemos un Auschwitz, una Casa de Anna Frank, un Museo del Holocausto, etcétera. O quizá sí… pero sin la trascendencia socio-pedagógica de los citados.
En un seminario, le escuché decir a Antonio Cazorla, historiador de la York University de Canadá, que “en España hay muchos lugares sin memoria y mucha memoria sin lugares”. Me parece una afirmación acertada, sobre todo, en lo tocante a la Guerra Civil, el franquismo y la transición a la democracia. Se han colocado estatuas y bustos y se han modificado los nombres de las calles, pero esto sigue, es insuficiente para el conocimiento de la trascendencia sociopolítica y cultural que han tenido esos periodos históricos. Al final, son figuras y placas desposeídas de su principal objetivo: la enseñanza de valores democráticos. Por el contrario, el recuerdo de quienes lo vivieron en primera persona permanece obviado para el grueso de la opinión pública, solo trabajado por los especialistas y del movimiento memorialista. Si nos conformamos con el tratamiento actual de esta situación, nunca llegarán a nosotros los sentimientos que deberían embargarnos al contemplarlos; me entristece expresar mi conclusión, pero, así planteados, no son más que mobiliario urbano carente de significado. La sociedad civil, a través de quienes estudian el pasado, tiene que alzar la voz. Sirva de ejemplo de “bulevar de la desmemoria” el de mi ciudad natal, Ferrol.
Apenas son cuatrocientos metros. Se inicia con un precioso homenaje a los muertos de la ciudad departamental en las guerras coloniales de Marruecos de comienzos del siglo XX. Después, se desemboca en una plaza con un bello palco, la plaza de la Constitución, aunque pocos vecinos la llamamos así. Allí comienza una pequeña alameda, en cuyo arranque se puede observar una estatua de José Canalejas, presidente durante la Restauración borbónica, que ni siquiera se acompaña con una placa con su nombre, por lo que ni muchísimo menos puede esperarse una somera remembranza de su papel. Al seguir paseando, uno se topa con un recordatorio de piedra, al estilo de la arquitectura de los años treinta, del Plus Ultra, la primera expedición que dio la vuelta al mundo en avión. Sus pilotos fueron dos controvertidos aviadores militares, Julio Ruiz de Alda, afiliado a Falange Española, y Ramón Franco, ferrolano, hermano de Francisco Franco. El primero fue asesinado por el bando republicano en las sacas de la cárcel Modelo; el segundo luchó contra la Segunda República durante la Guerra Civil, a pesar de su vinculación con el republicanismo.
A menos de diez metros, se puede contemplar un busto de Camilo Díaz Baliño, destacado escultor, pintor e intelectual galleguista, ajusticiado por la represión golpista en 1936. Quizá no fuese el mejor lugar para colocar el recuerdo al padre del fundador de Sargadelos. Justo al lado, se dispuso un monumento a la libertad de prensa, dedicado José Couso, periodista asesinado en la guerra de Irak, cuya muerte aún está sin resolver debido a la inacción del Estado. Continuando el sendero, a cien metros, se vislumbra un homenaje a Pablo Iglesias, el fundador del Partido Socialista Obrero Español. Se termina en una pequeña plaza, en la que hay una estatua al oficial de la Armada Sánchez Barcaiztegui, comandante militar del Arsenal muerto en combate en 1875. Por lo tanto, en cinco minutos de paseo, se ha mezclado el Desastre de Annual, la Transición, la Restauración borbónica, la historia militar de principios del siglo XX, la represión franquista, la del bando republicano, la guerra de Irak o la memoria del obrerismo del siglo XIX. Lo peor de este batiburrillo inconexo es el profundo desconocimiento sobre el mismo, lo que hace preguntarse la finalidad de su exposición al público.
En España no se ha dado voz pública a los debates desde perspectivas sociales, educativas y académicas. Solo han tenido trascendencia mediática banales enfrentamientos partidistas. Un claro ejemplo ha sido la decisión del ayuntamiento de Madrid de retirar las estatuas de Largo Caballero o Indalecio Prieto, o las inoportunas y desagradables palabras de Pablo Casado refiriéndose a la “guerra de los abuelos”. En pleno siglo XXI no podemos consentir que la política utilice el pasado de manera torticera para su beneficio. Como servidores públicos, deben, desde sus posiciones ideológicas, resolver los problemas del ciudadano, no generar crispación y polarización. Ambas trincheras deberían condenar todo acto antidemocrático, la violencia, el golpe de Estado, la represión cometida por ambos bandos y la dictadura. Es esencial, naturalmente, y debería ir en primer lugar, el respeto a las víctimas, lo cual excluye aprovecharlas como argumento partidista por cualquier actor político, sea del partido que sea.
Es impostergable aprobar una Ley de Memoria Democrática. Antes, tan siquiera, de pensar su alcance y contenido, urge finiquitar la crispación política. Por otro lado, se debe responder claramente a la cuestión de para qué queremos una ley que legisle sobre el pasado, cuestión ya en sí misma filosóficamente compleja, y cuál es el objetivo que debe perseguir. Estas preguntas son fundamentales para aprobar una ley que genere consenso y no sea empleada como arma arrojadiza.
Para esto, es fundamental contar con la comunidad académica, que sigue realizando importantes y novedosas indagaciones, por lo que debe, en una democracia supuestamente adulta, tener más peso social y mediático. Un trabajo que debe ir de la mano de la sociedad civil. No obstante, los investigadores y profesores también debemos ganárnoslo, sabiendo explicar, primero, para qué sirve conocer el pasado y, segundo, siendo capaces de desarrollar un relato democrático en el que todas las voces estén presentes, dentro de la dificultad y cambios del estudio del pasado. No sirve repetir el mantra de que debemos conocer la historia como sociedad para que no vuelva a repetirse. Tenemos que aspirar a más.
Hace poco, la justicia devolvió al Estado, a la sociedad, el pazo de Meirás, hasta ese momento, propiedad de la familia Franco. Sin el trabajo de algunos historiadores gallegos (Manuel Pérez Lorenzo o Emilio Grandío) y de la presión política de parte de la sociedad civil (con la ayuda del Bloque Nacionalista Galego), no se habría conseguido. Sin embargo, hay sectores que siguen preguntándose por qué se expropió el pazo y si era necesario. Lo mismo ocurre con la exhumación de Franco. ¿Por qué? ¿Hacía falta gastar fondos públicos? ¿Era una prioridad? No son preguntas mías, sino de algunos medios de comunicación y de ciertos políticos, en especial, pero no en exclusiva, de la derecha. No se supo dejar claro que se trataba de una cuestión democrática.
Me sorprende que, en pleno siglo XXI, una parte de la clase política y de la sociedad aún se cuestione si era ineludible para la regeneración democrática. Sin embargo, no podemos echar balones fuera: los académicos no hemos sabido trasladar a la sociedad la importancia de un pasado explicado con rigor. Por eso, sin responder pedagógicamente a las preguntas planteadas, no se puede llevar a cabo la aprobación del proyecto de Ley de la Memoria Democrática sin que sea un arma partidista. Con la ayuda del asociacionismo (de todo tipo y condición ideológica), la comunidad educativa y la sociedad civil en general, los académicos debemos trabajar juntos. Como se recoge en el anteproyecto de Ley de Memoria Democrática, la labor educativa debe ser primordial. No solo en las escuelas, sino fuera de ellas. Se debe conocer y estudiar en las escuelas una adaptación del fruto de nuestras investigaciones, tengan su reflejo en la acción legislativa. Para ello, debemos hacer visible el testimonio de los protagonistas que vivieron aquel pasado, que tengan más presencia pública e incluso educativa. Sería precioso que una persona de la tercera edad le explique aspectos de nuestra historia a los jóvenes en los colegios. Sobre cualquier tema: política, formas de trabajo, de relacionarse, de vivir el día a día, de ocio, los juegos de cuando eran niños. Así conocerían de primera mano una realidad distinta y la Historia cobraría vida para ellos. Después, el profesor deberá contextualizar lo dicho en esas charlas. Es solo una idea para dotar, para no perder la memoria, que da el significado a todas las demás propuestas, que no tiene lugares públicos.
Si no hay un cambio, seguirán creándose bulevares de la desmemoria como el antes descrito, con estatuas, calles, bustos, placas, plazas o calles que poco o nada significan para el grueso de la sociedad. Son lugares sin memoria. Por el contrario, los recuerdos de muchas personas que vivieron aquellos acontecimientos se perderán, solo escuchados por unos pocos especialistas, familiares y personas interesadas. Si se responde primero a la pregunta de por qué hay que legislar sobre el pasado, entre todos podremos dar voz y lugares a aquellas memorias que ahora no la tienen.