Publicado en nuevatribuna.es el 26 DE DICIEMBRE DE 2020
Uno de los modos de prestar oídos a la historia es escuchar la voz del pasado a través de las personas que lo vivieron. Las mismas que padecieron lo peor de la crisis sanitaria, muchos en soledad, con sus familias deseando estar con ellos. Pero también lo peor de nuestro pasado, la parte más gris. Una generación que merece un homenaje público pues es historia de nuestro Estado. Para mi investigación, necesitaba de testimonio de personas que hubieran sufrido la guerra. Fui a una Residencia de la tercera edad y la responsable de las actividades que hacían, me proporcionó un listado de aquellos/as que querían participar.
Recuerdo la primera entrevista, bueno realmente me acuerdo de todas, que realicé a un soldado de la Guerra Civil, la tuvimos fue en una residencia de la tercera edad. Yo estaba nervioso, a pesar de que no era la primera vez que acometía una labor así. Era un caballero con las facciones propias de quien ha trabajado duro en el campo, hablaba en un gallego precioso, puro, de aldea. Al comenzar el relato de cuando lo llamaron para alistarse en el ejército sublevado, ese aire de rudeza cambió por completo. Ya no estaba hablando con un hombre de 92 años, sino con un joven de 20 a quien habían llamado a filas. Sus ojos se aniñaron y su mirada viró hacia el miedo. Más que recordar, revivía, se encontraba literalmente con el petate, frente al tren que lo iba a destinar a una unidad militar, y me transmitió sus sentimientos. De su boca salían las palabras, con un tono distinto, más dulce, genuino, el propio de los jóvenes cuando se enfrentan a una situación que les viene grande. Relató su historia con una voz entrecortada que helaba el corazón. Cuando terminé de hablar con él, me pensé sí, ¿Realmente tenía sentido hacerles vivir otra vez el miedo, la tristeza y la vergüenza?
Esta generación que luchó en la Guerra Civil de manera forzosa ya ha muerto. En 2011, cuando pude recoger sus vivencias, todos superaban los 90 años
El siguiente parecía más joven, pero tenía la misma edad. Estaba aprendiendo inglés y gozaba de un conocimiento de la actualidad y una capacidad de análisis que reconozco, por culpa de mis prejuicios, me sorprendieron. La conversación fue muy fluida. Me contó operaciones militares, cómo se atacaba, las posiciones, y todo con un folio y un bolígrafo para que yo no me perdiera ningún punto. Lo narraba con el entusiasmo de quien no había recibido atención y ahora contaba con un público a quien sorprender. Sin embargo, nunca hizo referencia a la muerte que pudo perpetrar. Este siempre fue un factor común: ninguno de los entrevistados de esta generación mencionó nunca si habían tenido que matar. Comprendí que era un mecanismo de defensa para evitar contar lo que creía que no iba a ser comprendido por alguien que no había estado en el frente: «Una guerra hay que vivirla» dijeron todos.
Las siguientes tomas de contacto fueron dispares. Uno de ellos se retiró justo cuando comenzaba a narrar su experiencia en un buque de guerra. Lo dejé marchar, ya que no me importaba tanto su historia como su tranquilidad. Me pareció contemplar tristeza, pena y arrepentimiento en su cara. Otro excombatiente, cuando refirió su reclutamiento, confesó: «Me subí al camión y muchos lloraban… yo también lloré». Su voz se entrecortó, y cayeron dos lágrimas de sus ojos. Tuve que parar y estuvimos un tiempo en silencio hasta que nos vimos con cuerpo de retomar la entrevista. Aún hoy me acuerdo de todas las que realicé y de los nombres que me prestaron su tiempo para hablar de su peor experiencia vital.
Esta generación que luchó en la Guerra Civil de manera forzosa ya ha muerto. En 2011, cuando pude recoger sus vivencias, todos superaban los 90 años. Cuando los quise visitar para enseñarles mi primer libro, que sin ellos no hubiera sido posible, ya no quedaba nadie que me escuchase. Decidí que, si quería seguir investigando aquella época, no podía perder el tiempo y tenía que conversar con hermanas, con esposas y con familiares muy cercanos de los excombatientes.
Ahora estoy enfrascado en otra investigación y quiero conocer de primera mano lo que sintieron e hicieron, antes de que ya no estén, antes de que se olviden sus experiencias. Por eso, siento un hondo dolor personal cuando, a causa de la crisis de la COVID, gran parte de ellos fallecieron en soledad, bien en la UCI, bien en sus residencias, porque no se ponen a su disposición los medios que cualquier entidad de gestión pública debería ser capaz de activar. Con ellos se fue parte de nuestra memoria, miles de historias, muertas en la más triste soledad y que solo pudieron ser despedidas por apenas tres familiares.
Todos me regalaron su memoria y nunca podré agradecerles que me hicieran partícipe de sus vidas, para que yo las pudiera convertir en historia
Otros, ni eso. Si a todo lo que padecieron le sumamos la pandemia, estamos ante una generación que vivió lo peor de nuestra historia reciente. Tenemos que darles dignidad en sus últimos años de vida y eso lleva a que las residencias estén bien equipadas. Del mismo modo, que los historiadores defendemos el acceso a los archivos, debemos posicionarnos, no solo desde un punto de vista profesional, sino social y humanitario, en defensa de la dignidad de aquellas personas que portan la memoria de nuestro pasado reciente –la guerra, la dictadura, su represión, el hambre, la miseria, el estraperlo, el final del franquismo, los problemas sociales de la transición a la democracia, la falta de empleos, la reconversión industrial–. Los historiadores no podemos permitir que se esfumen con ellos esas narraciones duras y tristes, esos relatos que abaten tanto a quien las cuenta como a quien las escucha. Nunca olvidaré aquel rostro de mi primera entrevista y de cómo cambió cuando empezó a explicar sus vivencias. Tampoco de aquel que no quiso continuar, de quien lloró, del que me explicaba la guerra en un folio, del que me hablaba de qué hacían cuando no luchaban, de los que se quedaban en la anécdota. Todos me regalaron su memoria y nunca podré agradecerles que me hicieran partícipe de sus vidas, para que yo las pudiera convertir en historia.
Por eso, pido a las autoridades que cuiden a nuestros mayores, para que, si continúa el fantasma que nos acecha, ellos, los ancianos, los que levantaron el país, puedan sobrevivir dignamente. Es una reclamación que toda la sociedad tiene que defender con ahínco. Los historiadores tendremos que preocuparnos por escribir la historia a partir de su memoria, para que no se olvide, porque algún día seremos nosotros los que estemos ante una grabadora… para que jóvenes investigadores puedan dejar por escrito lo que fuimos e hicimos. Es decir, para no olvidar el pasado, y del mismo aprender para el presente. Es nuestro deber como historiadores, pero, sobre todo, como ciudadanos. Sus vidas, su pasado, merecen dignidad en su presente.