Publicación de un capítulo de ‘Soldados de Franco’

Publicado por infoLibre el 21/06/2020 

De reclutas a soldados. Separación y aislamiento de la sociedad civil e integración en el Ejército sublevado

El proceso de movilización masivo supuso la incorporación de miles de hombres a las filas del Ejército sublevado. Una parte importante ya había realizado el servicio militar, experiencia que no vivieron los pertenecientes al excedente de cupo, es decir, aquellos que se libraron en el sorteo municipal porque el Ejército no necesitaba más hombres, así como tampoco los pertenecientes a los reemplazos de 1936 a 1941. No obstante, tras el golpe de Estado cualquier vivencia o memoria transmitida sobre el servicio militar era insuficiente para ilustrar lo que toda una generación iba a sufrir en la guerra. Así lo narra la hija de un excombatiente forzoso al que en los primeros meses de 1936 le ordenaron serrar los brazos de un grupo de presos que se agarraban a las barras de las celdas, sabedores de que iban a ser asesinados por las milicias de Falange al sacarlos de allí. Estas experiencias tan particulares y extremas complementan y enriquecen los excelentes aportes de una historiografía que se ha referido al servicio militar como uno de los rituales de paso por los que transcurre la vida de los individuos, marcando el transcurso de la etapa juvenil a la edad adulta.

En este sentido, se procuraba llevar a cabo un aislamiento del individuo de la sociedad, cuyo proceso se iniciaba con la formación del censo de mozos por los ayuntamientos y se intensificaba con los sorteos y el posterior destino a una unidad militar. Un rito preliminar que los separaba del mundo anterior. Las reglas sociales preestablecidas se alteraron, dando paso a un nuevo contexto: acatar el mandato impuesto por un ente superior, trabajar sin descanso y no oponerse abiertamente a las consignas de los mandos; de lo contrario, serían severamente juzgados y castigados. De este modo, pasaron a integrar las filas de una institución total, es decir, un «lugar de residencia o trabajo, donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un periodo de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria administrada formalmente». Todo un proceso que venía acompañado por el rito de margen o agregación, para entrelazar a los diferentes individuos mediante mecanismos como la camaradería, la disciplina, el castigo, la empatía o las rutinas.

Cuando un mozo llegaba a una caja de recluta, lo tallaban, le realizaban una revisión médica, le cortaban el pelo como al resto y le daban un uniforme. Se intentaba que perdiera sus referentes identitarios. Eso fue lo que le ocurrió a Benito Fernández Fernández, albañil de la provincia de A Coruña nacido en 1910. En julio de 1937, le abrieron un expediente por retraso en su incorporación a la caja de recluta, por lo que fue enviado a primera línea después de un duro entrenamiento físico. Su vida cambió por completo: pasó de tener un oficio a convertirse en un combatiente en un plazo de un mes, mientras que era un simple número para la oficialidad.

Por lo demás, la milicia también fomenta el uso de símbolos y de ritos, e intenta situarlos bajo el paraguas de una narrativa común, que desde el siglo XIX fue de carácter nacionalista. Rituales diarios en los que participaba todo el contingente militar que se desarrollaron de forma milimétrica y tareas que les inculcaron como imprescindibles para el bien individual y grupal. Estas comenzaban con los primeros rayos de sol con la ceremonia del izado de la “enseña patria” y terminaban en el ocaso con su bajada. En ambos momentos, el soldado tenía que estar en la posición de firme o de saludo a la bandera mientras se interpretaba el himno nacional. Su preparación continuaba con desfiles diarios, el aprendizaje de canciones patrióticas y un duro entrenamiento físico y psicológico en el que estuvieron presentes consignas como la defensa de la “madre patria”. En un diario, interceptado por los republicanos, escrito por un sargento visiblemente favorable al bando insurgente, se describe esta escena sobre el uso de los símbolos, destacando los «nacionales»:

El día 13 marcharon hacia el frente 400 hombres en camioneta. Varios vivas a España, al Ejército, al fascio. Por la noche, unos 4.000 hombres; aquello no era más que un grito: viva a España, no se entraba en el cuartel, gritos, vivas.

En el caso del bando sublevado, la religión cobró una vital importancia porque, continuando lo realizado en la dictadura de Primo de Rivera, se realizaban ritos como el “toque de oración”, las liturgias o el patronazgo de vírgenes y santos a los diferentes cuerpos del Ejército o de la Armada. Un excombatiente recuerda los ritos que realizó durante su formación; en especial, destaca la contradicción de jurar la bandera republicana y la rojigualda durante la guerra, estando reclutado en el mismo bando, debido a que la Junta de Defensa Nacional no había aprobado el decreto de cambiar la republicana, que usaron durante los primeros días, a la «monárquica». Tampoco hay que olvidar que los regimientos y batallones contaban con sus símbolos e incluso su propia jerga profesional, que coadyuvaba en el proceso de amalgama de la tropa o los reclutas, pues no era la misma tarea la que desempeñaba un artillero que un zapador.

La camaradería se gestaba principalmente con la convivencia diaria. Por eso era decisiva la realización de ritos de admisión o bienvenida, como las novatadas o motes, que aparecen reflejados en algunos diarios de guerra. El soldado francés Gabriel Chevallier, que luchó en la Primera Guerra Mundial, narra cómo los veteranos se burlaban de los recién llegados al frente, un proceso que fue especialmente duro e incómodo para aquellos que tenían una ideología distinta. Un excombatiente miembro de las Mocedades Galleguistas fue reclutado con la quinta de 1930, después de conocer las muertes del relevante político nacionalista Alexandre Bóveda, asesinado días después de la sublevación, y del poeta de tendencia galleguista Roberto Blanco Torres, lo que supuso un disgusto para él y para toda la organización a la que pertenecía. Una vez en el Ejército, tuvo que realizar todos los ritos antes descritos, como la jura de bandera española, aceptar los mandatos militares y ocultar su filiación política. Cuando llegó al destino ordenado, tuvo que integrarse como un soldado más, asumiendo un rol con el que no se sentía identificado.

Así pues, los mozos entraban de manera forzosa en la maquinaria militar y los mandos los obligaban a realizar y asumir las actividades castrenses, desde la convivencia más banal a la realización de pruebas físicas o desfiles o, como ocurrió en la guerra, la participación en actos de violencia, como los fusilamientos:

No, no, aquí no se movió nadie, porque los que destacaban algo o consideraban que iban a destacar ya los encarcelaban. Aquí, incluso, y de cuando en cuando si cuadraba cada una semana 12 o 13 los más destacados, para apalear o fusilar.

Es el testimonio de un excombatiente que recuerda la violencia previa a su incorporación a filas, una imagen que lo acompañó todo el conflicto, provocando que en ningún momento realizase un acto contrario, actuando con rigurosa obediencia por el miedo inoculado.

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